Lola Mayo (www.elciervo.es)
Es difícil hablar de libertad cuando uno siente que la tiene. Sé que mis abuelos eran menos libres: que uno de ellos no podía hablar de política y otro no sabía porque entonces de eso no se hablaba. Sé que mis padres eran menos libres que yo, porque a mi madre no le vendían la píldora anticonceptiva en casi ninguna farmacia, y porque años después tuvo mil problemas (jurídicos, sociales, familiares) para lograr separarse. Sé que hoy yo, que soy mujer, puedo hablar de política, puedo vivir con un hombre sin casarme, puedo comprar la píldora en cualquier farmacia, puedo ponerle a mi hijo mi apellido, puedo tenerlo yo sola sin que me miren mal, puedo escoger médico, colegio, coche, piso, detergente, frigorífico.
Hoy he leído dos cosas: un libro titulado Modernidad y delirio, de Inmaculada Jáuregui y Pablo Méndez. Ellos, igual que Zygmunt Bauman en La vida como obra de arte, conectan la libertad o la falta de ella con el consumo. Hablan los dos investigadores españoles de “Una vida escenificada sobre el gran eslogan de la libertad individual: el consumidor racional que, ante la panoplia de productos iguales que le ofrecen, busca, compara y escoge la mejor de sus opciones”. ¡Resulta que los hombres de hoy nos sentimos libres porque podemos elegir lo que consumimos! Si esta es la libertad o la felicidad que contemplamos, qué pobre es nuestro mundo.
La mentira de esta “libertad por el consumo” se sustenta en otra mentira, que es la mentira del futuro, o la mentira de “la felicidad está en el futuro”. El mercado y sus estrategias publicitarias nos ofrecen grandes logros a cambio de nuestra compra. Pero cada día nos proponen un producto “mejor”, aquel que nos hará ser como realmente queremos ser (porque el mercado vende el “ser”, no el “tener”. Tener es demasiado fácil). Y posponemos así nuestro logro. La libertad individual solo se alcanzará cuando nos liberemos de esta mentira del futuro, de esta idea tan enraizada en nosotros de la “esperanza en el mañana”, ese convencimiento de que mañana, necesariamente, será más bello que hoy. Por esa utopía, por ese engaño cuya responsabilidad es, en última instancia, nuestra, perdemos la mayor de las libertades, que es ser hoy, ser ahora, hacer ahora, comprometerse ahora, amar ahora.
Esto, si pienso en la libertad individual. Pero si pienso en la libertad de mis congéneres, siento también que el mundo no es libre. Primero, de forma abstracta, y muy general, porque el mundo está lleno de países donde hay hombres, como mis abuelos, que no pueden o no saben hablar de política. Y si hablan de política, si opinan, si dicen, pueden morir. Y si no, de todas maneras, pueden morir de hambre, o de gripe, o de malaria.
Y hablo ahora de la segunda cosa que he leído. Era otra nueva noticia sobre el terrible engaño que han sufrido los familiares de los militares muertos en el accidente del Yak-42. No somos libres aquí, de ninguna manera, si los que nos gobiernan pueden falsificar los documentos de un muerto y entregar a una familia dolorida un cadáver que no es el suyo. Si no podemos creer en quienes tutelan nuestra libertad, tal libertad no existe. Y si aquellos gobernantes, a quienes creíamos justos y respetuosos y vigilantes del sueño de libertad occidental, no son juzgados, nuestra libertad de pobres ciudadanos de un estado del bienestar es una patraña. Debemos entonces volver a conformarnos con la libertad minúscula de escoger médico, colegio, coche y frigorífico.
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